El Proyecto
... el camino del té no es más que esto:
calentar agua, preparar el té y beberlo.
--Sen no Rikyu (1522–1591)
Hace unos trece años, cuando empecé a desarrollar intolerancia a la lactosa -médica- y al café -hedonista-, parecía que se habían acabado para mí los desayunos calentitos y estimulantes, absolutamente imprescindibles cuando vas a pasar las siguientes ocho o diez horas con las neuronas entre aparatosa documentación legal... y así llegó el té a mi vida, como un bálsamo, un pequeño milagro matutino que me reconfortaba amablemente sin pedir demasiado a cambio: una bolsita de tela, agua hirviendo, una rodaja de limón y mucho azúcar.
Pero el té resultó ser mucho más.
Poco a poco descubrí que tenía colores insospechados, que podía desplegar mil aromas, delicados sabores, un universo de ternura en sus pequeñas hojas secas. Era una semilla poderosa y antigua, capaz de inspirar guerras o versos... y, sin darme cuenta, mi espíritu de llenó de té.
Ahora, mientras vierto agua caliente -con la tetera de zisha que nos dejó Madelaine al irse de Gracia-, sobre la mesa de té ya rajada -que encontré con Javi en el rastro de Berlín-, y cojo entre mis manos el pequeño cuenco caliente de porcelana -regalo de Blanca por prestarles la casa de Las Palmas-, me doy cuenta de que el té se ha convertido en una conversación constante -conmigo misma, con los que me rodean-. Que, sencillamente -como escribiría Gabriela-, siempre se ha tratado de “hablar y té”.
Las grandes cosas, las pequeñas cosas.
Cambiar el mundo, preparar una taza de té.
O viceversa.
Alicia Ocha
25 de septiembre de 2012